sábado, 11 de agosto de 2012

(2) La mujer cristiana




Hasta ahora hemos visto la emancipación y la dignidad de la mujer llevada a cabo por algunos principios generales del cristianismo, principios sublimes dignos de la eterna sabiduría de un Dios. Pero la ley del Crucificado miró con especial cariño la condición social de nuestra compañera; y, en este punto, el mismo Redentor sacó las consecuencias de sus doctrinas. El mismo aplicó a la mujer sus principios regeneradores. Y el medio principal de que se valió para conseguir su objeto fue dar todo el realce y toda la santidad posible a la institución sacrosanta, por la cual se unen las dos mitades del género humano para no formar más que un solo y mismo ser La augusta majestad del sacramento fue desde entonces divina ceremonia religiosa, que rodeó de celestial pureza el instante solemne en que una criatura entrega a otra la propiedad de su cuerpo y el cariño de su alma: los cónyuges se unieron en el seno de Dios ; el matrimonio se celebró en el cielo y se consumó en la tierra. El cielo fue invocado como testigo y depositario del compromiso más solemne que contrae el hombre en la vida; y a los pies del santuario, en el misterio de la Divinidad con la bendición del sacerdote, entre admirables plegarias invocando la gracia divina, se realizó el acto que mejor simboliza en la tierra el prodigio de la creación: prodigio él también, incomprensible, inexplicable, que como en los días de la formación de los mundos saca del caos de la nada nuevos seres inteligentes y libres, nuevas imágenes vivas del Supremo Hacedor, nuevas criaturas que en alas de la razón podrán elevarse a la contemplación divina, y en alas de la espiritualidad de su alma irán a perderse en el seno del Altísimo y vivirán allí vida inmortal en el transcurso infinito de los siglos.

¡Qué diferencia entre el sacramento cristiano y el matrimonio “per coemptio” y “per usus” del paganismo! ¡Qué diferencia tan profunda entre esta augusta majestad del matrimonio sacramento y las mismas solemnidades religiosas de la antigua “confarreatio”. En adelante, ni aun como mera ficción legal podrán ya aplicarse al matrimonio las doctrinas de la prescripción y de la compraventa; en vano pretenderá el hombre fundar en ellas sus derechos de esposo; si otras solemnidades más augustas no vienen a santificar sus afectos, la compañera de su vergonzoso extravío merecerá cuando más el nombre de concubina, jamás el título de esposa. Desaparecen las ceremonias simbólicas del rapto, los simbólicos recuerdos de la tiranía marital que encontrábamos en el antiguo matrimonio religioso de los pueblos paganos. Ahora el sacerdote bendiciendo a los nuevos esposos,  dice al marido que le entrega en su mujer una compañera y no una sierva, y recuerda a la mujer que es el marido su protector y su amparo, les repite a ambos que Dios ha unido sus destinos en la eternidad y quedan en adelante unidos por los vínculos más fuertes y poderosos que pueden estrecharlos en la tierra.

El principio de la igualdad universal es el primero que el Evangelio aplica a la institución del matrimonio al proclamar la igualdad del siervo y del señor, del pobre y del magnate, del esclavo y del tirano, del oprimido y del opresor, proclamó también la igualdad del marido y de la mujer. La esposa, antes sometida en su persona y en sus bienes, la arbitrariedad al despotismo del marido que sobre ella tenía derecho de vida y muerte se convierte en la compañera inseparable del hombre que le consagró sus destinos. El Evangelio les ha dado distinta misión en la familia, pero iguales derechos, idénticos deberes. Así es que antes la mujer abandonaba su familia para entrar en la del marido, y ahora el varón abandonará a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y ambos formarán una nueva familia, un nuevo hogar.

« Lo que la ley divina prohíbe a uno de los cónyuges, dice San Jerónimo, es obligatorio para ambos. Distintas de las leyes de los Cesares son las leyes de Cristo, distintos los preceptos del Papiniano y los del apóstol Pablo. Los paganos dan rienda suelta a las impúdicas pasiones del hombre, le permiten el adulterio con tal que no lo perpetre con mujer casada, le dejan violar el pudor de las esclavas, y consienten que se cubra de infamia en las casas de meretrices. Entre nosotros, Por el contrario, lo que no puede hacer la mujer tampoco puede hacerlo el hombre: idénticos son los deberes de ambos esposos ».

Los pueblos de la antigüedad únicamente castigaban el adulterio de la mujer; aparece el Evangelio, y también se castiga el adulterio del marido. « Que aquel de vosotros que esté sin pecado tire la primera piedra», dice la ley de Cristo; y así el varón y la mujer se ven igualados en la perversidad del delito, del mismo modo que en los merecimientos de la virtud. Iguales entre sí el padre y la madre, ejercen con igual autoridad los deberes de la patria potestad; los hijos les deben igualmente respeto, obediencia, cariño y veneración.

(Tomado de "El matrimonio: su Ley Natural, su historia, su importancia social" de Joaquín Sánchez de Toca Calvo )

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