sábado, 9 de agosto de 2014

El pecado - meditación de San Alfonso María de Ligorio



¿Qué es el pecado mortal? Es «apartarse de Dios», como enseña Santo Tomás con San Agustín. Es el desprecio de su gracia y de su amor; es una insolencia en su cara, pues es como decirle: «No quiero serviros, hago lo que más me agrada, y no me importa que os dis­gustéis y me retiréis vuestra amistad».

Para comprender toda la malicia del peca­do mortal habría que comprender quién es Dios, y quién es el hombre que le desprecia con el pecado. Ante Dios, todos los Ángeles y Santos son nada. ¡Y un gusano de la tierra tiene el atrevimiento de despreciarle!

Más todavía: no sólo desprecia el pecador a un Dios de infinita majestad, sino a un Dios tan amante, que llegó a dar la vida por él. No bastaría, pues, toda la eternidad para llorar un solo pecado.

¿Y qué más? El pecado deshonra a Dios, posponiéndolo a un poco de humo, a un desahogo de irá, a un placer miserable ¡siendo un Dios tan inmenso y un Dios tan bueno!

¡Oh Señor! Si no, os viera muerto por mí en la Cruz, perdería toda esperanza de perdón; pero vuestra muerte me da esperanza. En vuestras manos encomiendo mi alma, esa alma por la cual disteis la sangre y la vida; haced que no os pierda más y que siempre os ame. Os amo, Jesús mío, amor mío y esperanza mía. ¿Y cómo me atreveré a separarme más de Vos, único Bien mío, después de haberme demostrado cuánto me habéis amado?

¡Cómo sentimos la ofensa de aquel a quien hicimos bien!... Dios no puede sufrir; pero si pudiera, moriría de tristeza y de dolor al verse despreciado por una criatura por quien llegó hasta dar la vida.

¡Oh malditos pecados míos! Mil veces os detesto y os maldigo, pues me hicisteis disgustar a mi Redentor, que tanto me amó.

Por necesidad tiene que ser gran mal el pecado, puesto que Dios, siendo la misma Misericordia, se ve obligado a castigarlo con un infierno eterno.

¿Qué más? Por satisfacer a la Justicia divina ofendida, tuvo Dios que sacrificar su propia vida.

¡Oh Dios mío! ¿Sabemos lo tremendo del infierno, y no nos asusta el pecado, que puede arrojarnos en él? Sabemos que un Dios murió para podernos perdonar, ¿y volveremos al pecado?

Señor, os doy gracias, ya que me dais tiempo para llorar las ofensas que os he hecho. Jesús mío, las odio de corazón; aumentad en mí el dolor y el amor, para que las llore, no tanto por el castigo que me han merecido, cuanto por el disgusto que os he dado a Vos, Dios mío, amabilísimo.

¡Cómo tiembla y se turba el cortesano que sospecha haber disgustado a su Rey! Y nosotros, sabiendo ciertamente que disgustamos a Dios y perdimos un tiempo su gracia, ¿viviremos tranquilos, sin sentir un dolor continuo?

¡Con cuánto esmero nos apartamos del veneno que mata el cuerpo! ¡Y tanto nos descuidamos en huir del veneno del pecado que mata el alma y nos hace perder a Dios!

No nos dejemos coger por el demonio con el engaño corriente de que ya nos confesaremos. ¡A cuántos ha llevado al infierno el enemigo con esa confianza!

¡Ay, Dios mío! ¡Cuántos años hace que merecía yo estar en el infierno! Me habéis esperado para que bendiga vuestra Misericordia y os ame por toda la eternidad. Si, Jesús mío os bendigo y os amo, y por vuestros méritos espero no separarme más de vuestro amor. Pero si, después de tantas gracias, volviera yo a ofenderos, ¿cómo podría esperar que no me abandonarais y que me perdonarais de nuevo?

Dios es misericordioso con quien le teme, pero no con quien le desprecia. Ofender a Dios porque nos perdona, es burlarse de Dios; pero... de Dios no se burla nadie.

El demonio os dirá: «A pesar de este pecado, puedes todavía salvarte.» Pero yo os digo: si pecáis, comenzáis por condenaros a vosotros mismos al infierno «Puede ser que me salve»; también puede ser que te condenes, y es lo más fácil. ¿Y es cosa de dejar la salvación pendiente de un «puede ser»? Mientras tanto, te expones a perderte; ¿y qué será si entonces viene la muerte, y Dios te abandona?

No, Dios mío, no quiero ofenderos más; bastante os he ofendido. ¡Cuántos están en el infierno por menos pecados que yo! Ya no quiero ser mío, sino vuestro; y todo vuestro; os consagro mi voluntad y mi libertad: Tuyo soy, sálvame. Salvadme del infierno, y antes, del pecado. Os amo, Jesús mío; no quiero perderos de nuevo.

Enseñan los Santos Padres que Dios tiene determinado el número de pecados que quiere perdonar a cada uno. Pero ya que no sabemos qué número sea el nuestro, debemos temer el abandono de Dios a cada nuevo pecado; ese pensamiento, « ¿quién sabe si Dios no me perdonará más pecados?», debe ser un gran freno para no ofenderle más; será un pensamiento salvador.

Y cuanto más favorecido haya sido uno por Dios con gracias y luces, más debe temer ser abandonado.

Un Religioso que cae en pecado mortal se pone en gran peligro de ser abandonado por Dios, ya que su pecado es pecado de malicia, cometido a plena luz de predicaciones, meditaciones, comuniones, avisos de los Superiores y buenos ejemplos de los hermanos.

Nota el Angélico que el pecado crece en malicia cuanto crece la ingratitud.

Desgraciado, pues el Religioso, que ofende a Dios mortalmente, habiendo sido tan enriquecido de gracias por El. El que cae de lo alto, no se dice que cae, sino que se precipita y perece.

¡Ah Jesús mío! He estado con Vos en una porfía: Vos, teniendo misericordia; yo, haciéndoos injurias; Vos, dándome gracias; yo, despreciándolas. Pero ahora os amo de todo corazón y quiero que mi amor compense todas las ofensas pasadas. Dadme luz y fuerza.

Decía Sor María Strozzi: «El pecado de un Religioso, horroriza al cielo; y hace que Dios le vuelva la espalda».

El que no tiene gran temor del pecado no está lejos de él; para eso es preciso huir cuanto se pueda de las malas ocasiones.

También hay que evitar los pecados veniales deliberados, advertía el P. Álvarez de Paz: «Las faltas leves, pero voluntarias, no matan el alma; pero la dejan de tal modo debilitada, que con cualquier tentación fuerte caerá, sin poder resistir». Y Santa Teresa escribió: «Mas pecado muy de advertencia, por chico que sea, Dios nos libre de él». Porque, añadía: «Nos puede venir mayor daño de un pecado venial que de todo el infierno junto».

No, Jesús mío; no quiero disgustaros más, ni poco ni mucho; demasiado me habéis obligado a amaros.

Resuélvome a morir antes que daros el más mínimo disgusto, porque no es eso lo que merecéis, sino que os dé todo mi amor; pues yo quiero amaros con todas mis fuerzas. Dadme vuestra gracia.

No puede llamarse al pecado venial mal ligero. ¿Cómo puede ser ligero el mal que disgusta a Dios?

«Me basta con salvarme», dicen con frecuencia los que cometen pecados veniales sin duelo. Pues yo no sé si os salvaréis viviendo así porque asegura San Gregorio que el alma no queda donde cae, sino que va siempre más abajo. Y San Isidoro escribió que el que no hace caso de los pecados veniales, cae en los mortales por permisión de Dios, en castigo del poco amor que le profesa; el Señor mismo reveló al B. Enrique Susón que las almas que no reparan en los veniales están en más peligro de lo que se figuran, porque con tal vida es sumamente difícil que perseveren en su gracia.

Enseña el Concilio Tridentino que no podemos perseverar en la gracia sin especial ayuda de Dios, que seguramente no merecerá el que le ofende con pecados veniales sin pensamiento de enmienda.

Ah Señor! No me castiguéis como lo merezco, olvidaos de mis muchos pecados y no me privéis de vuestra luz ni de vuestra gracia. Yo quiero enmendarme y ser todo vuestro ¡Oh Dios omnipotente!, aceptadme y transformadme. Yo así lo espero.

Dijo el Señor a Santa Angela de Foligno: «Los que yo quiero llevar por la senda de la perfección, y entorpeciendo el alma quieren caminar por la senda ordinaria, se verán abandonados y maldecidos por Mí».

El que está sirviendo a Dios y no teme disgustarlo por satisfacerse a sí mismo, da a entender que Dios no merece servicio más esmerado, y que no merece tanto amor que le obligue a preferir su gusto a sus propias satisfacciones.

Los pecados habituales, en sentir de San Agustín, son una especie de lepra; con la cual queda el alma tan repugnante, que le niega Dios sus abrazos.

Ya veo, Señor, que no me habéis abandonado como yo lo merecía; dadme, pues, fuerza para salir de mi tibieza. Yo no quiero ofenderos deliberadamente; quiero amaros con todo el corazón; ayudadme, Jesús mío; en Vos confío.

Escribe San Francisco de Sales que una de las tácticas del demonio es comenzar a atar las almas con un cabello, y luego con una cadena; haciéndolas así esclavas suyas. Guardémonos, pues, de dejarnos atar por cualquiera pasión, porque un alma así atada está perdida o muy cerca de perderse.

Decía la M. María Victoria Strada: «Cuando el demonio no puede conseguir mucho, se contenta con poco; pero, con ese poco, va después consiguiendo lo mucho».

Asegura el Señor que los tibios serán vomitados de su boca: Porque eres tibio comenzaré a vomitarte (Ap. 3,15). Por el vómito se entiende el, abandono de Dios, porque lo que se vomita da asco volverlo a tomar.

La tibieza es una fiebre ética que no se siente, pero que lleva sin remedio a la muerte; así, la tibieza hace al alma insensible a los remordimientos de la conciencia.

Jesús mío, por piedad, no me vomitéis, como lo tengo merecido; no miréis a mi ingratitud, sino a los dolores que sufristeis por mí. Me arrepiento de todos los disgustos que os he dado. Os amo, Dios mío, y en adelante quiero hacer cuanto pueda por complaceros. ¡Oh amor de mi alma, cuanto ahora os he ofendido haced que os ame en lo que me queda de vida!


¡Oh María, esperanza mía!, socorredme con vuestra intercesión.

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