viernes, 8 de agosto de 2014

El viaje a la eternidad - Meditación de San Alfonso María de Ligorio



No tenemos aquí abajo ciudad permanente, sino que vamos en busca de la futura, de paso para la eternidad: Irá el hombre a la casa de su eternidad.

No tardaremos en desalojar; el cuerpo será llevado a una fosa y el alma a la eternidad.

¿No sería un loco el caminante que arrojara todo su capital en la construcción de una casa, en un sitio, del que luego tiene que marchar?

Dios mío, mi alma es eterna; tiene, pues, que poseeros o perderos eternamente.

Hay dos moradas en la eternidad: una con todas las delicias; otra con todos los tormentos; y todo ello -las delicias y los tormentos- eternos; si cae el leño al austro o al aquilón, como caiga, así, quedará. Si el alma se salva, será siempre feliz; si se condena, llorará su tormento mientras Dios sea Dios.

No hay término medio: o reina del cielo por siempre, o esclava de Lucifer por siempre; o bienaventurada siempre en el cielo, o desesperada siempre en el infierno.

¿Cuál de las dos moradas nos tocará? La que cada cual se escoja: irá el hombre. El que va al infierno, va por sus propios pies; el que se condena, se condena porque quiere condenarse.

¡Oh Jesús Mío! ¡Ojalá siempre os hubiera amado! Tarde os he conocido; pero más vale tarde que nunca. 

Dios de mi corazón y mi herencia por toda la eternidad.

Todo cristiano, pero sobre todo el Religioso, para vivir santamente, debe tener la eternidad delante de los ojos.

¡Cuán ordenada es la vida del que siempre está de cara a la eternidad!

Aun cuando el cielo, el infierno y la eternidad fueran cosa dudosa, deberíamos hacer lo posible por no ponernos en riesgo de condenación eterna. Pero no son cosas dudosas; son verdades de fe.

¿En qué vienen a parar todas las cosas de este mundo? En un funeral y en la marcha hacia la fosa. ¡Dichoso el qué consigue la vida eterna!

Jesús mío, Vos sois mi vida, mi riqueza, mi amor. Infundidme un gran deseo de daros gusto en lo restante de mi vida, y dadme fuerza para llevarlo a la práctica.

Un pensamiento sobre la eternidad basta para hacer un Santo.

San Agustín llamaba al pensamiento de la eternidad «pensamiento grande». Él es el que pobló de jóvenes los claustros, de Anacoretas los desiertos, e hizo legiones de Mártires.

El Santo P. Ávila convirtió a una señora mundana con estas palabras: «Señora, pensad: ¡Siempre! ¡Jamás!» Un monje se sepultó en una fosa, y allá repetía llorando: « ¡Oh Eternidad! ¡Oh Eternidad!»

¡Qué inmenso es el peso del último momento de nuestra vida!

De la última boqueada depende una eternidad feliz o desgraciada; vale una vida siempre dichosa, o siempre atormentada. Jesús murió en la Cruz para que consigamos morir en su gracia.

Amado Redentor mío, si Vos no hubierais muerto por mí, estaría yo perdido para siempre. Os doy gracias, Amor mío; en Vos confío; yo os amo.

O creemos, o no creemos. Si no creemos, hacemos demasiado por lo que no tiene más que un valor de fábula. Pero si creemos, es muy poco lo que hacemos por ganar una eternidad feliz y evitar una eternidad desgraciada.

Decía el P. Vicente Carafa que si los hombres comprendieran las verdades eternas y pusieran en parangón los bienes y males presentes con los bienes y males eternos, la tierra se convertiría en un desierto, porque nadie querría preocuparse de los negocios terrenos.

¡Oh! Al ver próxima la última hora, qué espanto nos causará pensar: ¡De este momento depende mi suerte o mi ruina eterna: el ser o eternamente feliz o eternamente desgraciado!

¡Oh Dios mío! Pasan los meses, pasan los años, nos aproximamos a la eternidad, y no nos preocupamos. ¿Y quién sabe si este año o este mes serán los últimos para mí? ¿Quién sabe si es éste el último aviso que Dios me da?

Dios mío, no quiero abusar más de vuestra gracia; aquí me tenéis; hacedme saber lo que queréis de mí, que yo quiero obedeceros en todo.

¿A qué esperamos ya, después de tantas luces y tantas voces de Dios?

¿A tener que gritar, en compañía de los condenados, se acabó el tiempo y no nos hemos salvado? Ahora hay todavía tiempo de remediarlo; después de la muerte ya no lo habrá.

Razón tenía el Santo P. Maestro Ávila para afirmar que los cristianos que, creyendo en la eternidad, viven lejos de Dios, Merecerían ser encerrados en un manicomio.

Es todo un negocio el negocio de la eternidad. No se trata de tener una casa más cómoda o mejor orientada, sino de ir, o bien al palacio de todas las delicias, o bien a la mazmorra de todos los tormentos. Se trata de ser bienaventurado con los Ángeles y los Santos, o de vivir desesperado con la turba de los enemigos de Dios. ¿Y durante cuántos años o cuántos siglos? ¿Cien? ¿Mil? -No; por siempre, por siempre; mientras Dios sea Dios.

Si yo, pues, ¡oh Dios mío!, hubiese muerto en desgracia vuestra, estaría perdido para siempre. Perdonadme, Señor, si no me habéis perdonado todavía.

Yo os amo con toda mi alma, y sobre todo mal me pesa de haberos ofendido; no quiero perderos de nuevo. Os amo con todo mi corazón; y siempre os quiero amar; tened compasión de mí.

Los hay que no se impresionan al oír nombrar el Juicio, el Infierno, la Eternidad. Pero a la hora de la muerte, ¡qué terror les causarán estas verdades! Pero ya inútilmente, porque no servirán sino para aumentar más los remordimientos y la turbación.

Solía repetir Santa Teresa a sus Monjas: «Hijas, ¡un alma, una eternidad!». ¡Un alma! Perdida ella, todo está perdido. ¡Una eternidad! Perdida una vez, está perdida para siempre.

Señor, dadme tiempo todavía para llorar mis pecados. Ya es bastante el tiempo que he perdido; lo que me queda os lo quiero dar todo a Vos. Admitidme en vuestro servicio; no me rechacéis.

Sí; el Señor nos espera; pero sepamos apreciar ese tiempo que nos da por su gran misericordia; no tengamos que echarlo de menos cuando para nosotros ya se haya terminado.

¡Cuánto daría un moribundo, Dios mío, no digo por un día, sino por una hora de vida! Un día o una hora con la cabeza despejada, porque el tiempo de aquel trance se presta muy poco para arreglar cuentas de conciencia. Los desvanecimientos, los dolores, la fatiga de la respiración; tienen el espíritu incapacitado para un acto bueno. El alma, como si estuviera enterrada en una fosa, ya no ve más que la ruina que le viene encima y que es incapaz de remediar; querría tiempo, pero comprende que ya no hay más tiempo. En la hora menos pensada vendrá el hijo del hombre. Nos oculta Dios la hora suprema, para que estemos siempre preparados. La hora de la muerte no es hora de prepararse a rendir cuentas, sino de estar preparado.

«Para morir bien -dice San Bernardo- se requiere estar siempre preparado para morir».

Basta ya, Jesús mío, de ofensas. Ya es hora de prepararme a la muerte. No quiero abusar más de vuestra paciencia. Quiero amaros cuanto pueda. Os he ofendido mucho, y quiero ahora amaros mucho. ¡Qué dolor, tener que arrepentirse de su negligencia cuando ya no hay tiempo de reparar lo perdido!

Dice San Lorenzo Justiniano que los mundanos darían con gusto en la hora de la muerte todas sus riquezas, para conseguir aunque no fuera más que una hora de vida. Pero se les dirá entonces: Ya no hay tiempo. Y se les intimará la orden de partir sin tardanza: Sal de este mundo, alma cristiana.

Cuenta San Gregorio que un hombre llamado Crisancio, estando para morir, suplicaba a los demonios: «Dadme tiempo hasta mañana». Pero le respondieron: « ¡Insensato! Ya lo has tenido. ¿Para qué lo perdiste? Ahora ya no hay tiempo». ¡Ay Dios mío! ¡Cuántos años he perdido! La vida que me queda no ha de ser mía, sino toda vuestra. Haced que en mí, donde abundó el pecado, abunde ahora el amor.

Según San Bernardino de Sena, un momento de tiempo vale tanto como Dios, porque se puede hacer en él un acto de amor o de contrición, y adquirir nuevos grados de gloria.

Y San Bernardo advierte que el tiempo es un tesoro, que no se encuentra más que en esta vida. En el infierno, el grito desesperado de los condenados es: ¡Oh, quién nos diera una hora! ¡Una hora para remediar nuestra ruina! En el cielo ya no se llora; pero si pudieran llorar los Santos, llorarían únicamente por el tiempo que perdieron, en que podían haber ganado tanta gloria.

Amado Redentor mío, yo no merezco perdón; pero vuestra Pasión es mi esperanza. Quiero amaros mucho en esta vida, para amaros mucho en la otra. Ayudadme; dad la mano a una pecadora miserable que ahora quiere ser toda vuestra.

¿Y quién sabe si nos cogerá la muerte de improviso, privándonos del tiempo necesario para ajustar las cuentas? Ninguno de los que murieron de repente esperaban morir así; y si estaban en pecado, ¿qué será de ellos por toda la eternidad?

Los Santos todo el tiempo de su vida lo creyeron poco para asegurar su fin. Cuando al Santo P. Maestro Ávila le dieron la nueva de su próxima muerte, suspiró: «Quisiera tener más tiempo para aparejarme mejor para la partida».

Pues ¿a qué esperamos nosotros? ¿Queremos tener una muerte inquieta y desdichada, para dar a los demás un ejemplo de la Justicia divina?

No, Jesús mío; no quiero obligaros a abandonarme. Decidme lo que queréis de mí, que yo quiero ejecutarlo. Haced que os ame, y nada más os pido.

Llamará al tiempo contra mí. Temblemos, y no hagamos que tenga un día que llamar Dios, para que nos acuse, al tiempo que nos dio por su misericordia, que hará entonces de acusador de nuestra ingratitud. Caminad mientras tenéis luz, avisa el Señor, porque en la hora de la muerte se echa encima la noche, en la que no se puede trabajar porque falta la luz.

San Andrés Avelino temblaba pensando: ¿Me salvaré o me condenaré? Pero eso le hacía unirse más a Dios. Pero nosotros, ¿qué hacemos? ¿Cómo es posible creer en la muerte y en la eternidad, y no darse del todo a Dios?

Amado Redentor mío, Amor mío crucificado, no quiero aguardar para abrazarme con Vos a que me seáis traído en la hora de la muerte; desde ahora os abrazo, os estrecho contra mi corazón, y lo dejó todo para no amar cosa alguna fuera de Vos, único Bien mío.

¡Oh María, Madre mía, unidme a Jesús, y haced que no me separe más de su amor!

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